Se había acurrucado en el suelo de aquella oscura y húmeda habitación. Se sentó con las piernas dobladas, apretando con sus brazos las rodillas contra el pecho. Había apoyado la frente sobre ellas, ocultando su rostro abatido. Las greñas de su pelo hosco, alborotado, caían anárquicas sobre sus hombros y piernas.
Siempre se sentaba
así cuando sentía que le abandonaban las fuerzas y las ganas de seguir. Él,
cuando la encontraba en esa postura, se acercaba a abrazarla, y la animaba a
erguirse mientras le decía con ternura: “Anda ven conmigo, que pareces un
conejo matado a escobazos”.
Levantó los ojos
con cautela. Echó una lenta mirada a los cuatro rincones de la estancia. Notaba
una oleada de tristeza pegajosa e inútil que tejía telarañas en sus entrañas.
Suspiró con fuerza…no quería dejarse llevar por el dolor, no. Comenzó a sentir
los dedos de sus pies fríos y se los miró. Los movió con fuerza, estiró los
calcetines, frotó fuertemente con las palmas huecas de las manos intentando
evitar lo que intuía iba a llegar: ya el agua iba ascendiendo por el interior
de sus tobillos, llegaba a sus muslos, las piernas pesaban como gruesas
columnas de mármol.
Tenía miedo, mucho
miedo, pero no deseaba luchar contra lo inabarcable. Sabía que se iban
encharcando sus pulmones, oía el sonido de la marea que iba inundando sus
venas, sus arterias, todos sus órganos internos. El corazón apenas opuso
resistencia: un leve crepitar, un bombeo más fuerte y la sumisión total:
acompasado, amortiguado por el agua, el sonido era más lejano, como si
procediera de una remota gruta subterránea.
Intentó abrir la
boca para coger aire. Ya no pudo hacerlo. Gruesas gotas escapaban por las
comisuras de unos labios herméticamente cerrados.
MAR
(madre de una alumna del centro)
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