Artículo publicado por JUAN VENTOSA,
alumno de 4.º ESO C
La tendencia que
voy a relatar a continuación podría considerarse como el credo fundamental y
uno de los pilares sobre los que se sustenta la mentalidad del primate de
Occidente. Se trata de la actitud dada a adquirir compulsivamente artículos
innecesarios, ante todo vestimenta, que constituye la felicidad, y por tanto,
la razón de ser de la mayoría de la población. Las modas, que pueden verse como
causa o consecuencia de esta costumbre, absorben la identidad racional del
individuo, sometiéndolo a su poder y autoridad.
¿Quién no ha
comprado algo que le ha hecho perder un riñón y que al día siguiente podría
tomar como un mero trapo de cocina?
¿Quién no se ha
dejado el sueldo en un objeto cuyo valor dos días atrás era similar al de unas
alpargatas de marca blanca?
Sí, evidentemente
Él ha hecho todo esto, y más, pero… ¿Quién es Él?
Él es aquel que
dice que el dinero no da la felicidad y se gasta cien euros en unas playeras.
¡Qué triste debe estar!
Aquel que cree
tener personalidad cuando lleva las botas de moda: sí, la personalidad de
Cristiano Ronaldo.
Aquel que va de
hippie con unas Nike.
Aquel que dice no
ser pijo al portar un polo, banderita inclusive, cuyo significado ni sabrá.
Todos estos
personajes necesitan consumir caprichosamente para vivir, mientras otros
recogen sus restos para sobrevivir.
Pero el punto
extremo lo alcanza la gente que deja hibernar indefinidamente su ropa en un
vestidor casi tan pequeño como el de la Reina de Inglaterra, que -a modo de
reliquia de museo arqueológico- no la saca frecuentemente de la vitrina, quedando
expuesta al público: “Se mira pero no se toca”. Está allí, cogiendo polvo; por
lo menos así tienen algo que limpiar, una razón para olvidarse y aliviar sus
ansias de consumir.
También debemos
tener en cuenta que estos individuos, de integridad moral débil, son alentados
a desarrollar su actividad por todo aquello que los rodea. Desde la telebasura,
donde un libro llega a ser radiactivo, hasta los escaparates de las calles
luciendo bellos maniquíes que reflejarán casi, casi el aspecto que tendrá el
sujeto con la prenda encima. Hay que destacar que en ese “casi, casi” se ha
producido la muerte del buen gusto.
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