“En
nombre de Rosa”, por Paula Edesa
Eran ya finales del año 1935 y, en plena Navidad,
llegaba al mundo Rosa.
Pedro y Filomena disfrutaban de una obra teatral en
el llamado Teatro Pereda de Santander cuando Filomena, madre primeriza de su
futura hija, rompió aguas. Tuvieron que esperar al final de la función para
poder salir de una forma discreta y poco llamativa de aquel tan conocido
edificio.
Pedro era un hombre con unas ideas y pensamientos
muy avanzados para su época, lo que dio lugar a una serie de sucesos que
marcaron la vida de Rosa.
Habían pasado muy pocos días desde el nacimiento de
la pequeña Rosa y llegaba el momento de ponerle los pendientes, como a la
mayoría de las niñas de aquella edad; pero Pedro se negaba a aquella costumbre
argumentando que no era razón suficiente el hecho de ser mujer para agujerear
esas diminutas orejas; afirmaba que un hecho tan importante e irreparable, una
vez realizado, debía ser decisión de su hija.
Filomena, al contrario que su marido, era una mujer
muy típica de aquellos tiempos, por lo que aceptó la decisión de su marido sin
ningún prejuicio. En cambio, no estaba del todo satisfecha con su nombre, por
lo que todo el mundo la llamaba Filo.
Recién cumplidos los cinco, y en plena infancia,
Rosa sufrió una de las peores catástrofes en la historia de Santander y uno de
los recuerdos más difíciles y tristes de olvidar: el incendio de Santander. Era
ya de noche cerrada y Rosa dormía en su habitación. Filo despertó a su hija
sobre las doce y poco de la madrugada con aire de preocupación urgiéndola a
salir de la casa lo antes posible y con lo puesto, debido a que los hombres de
aquel edificio ya habían hecho todo lo posible por evitar el incendio del
mismo, arrojando grandes cantidades de agua con cubos al tejado. A pesar del
viento sur en su contra, los tablones de madera ardiendo que volaban de un
tejado a otro y las llamas a pocos metros, este edificio situado en el Río de
la Pila se salvó de este terrible suceso gracias a que no llegaron
suficientemente cerca las llamas como para provocar su incendio y a que las
pocas chispas que llegaron al tejado de madera fueron vencidas por la humedad
creada por dichos hombres que tuvieron la valentía de subirse al tejado durante
horas para combatir el incendio.
Rosa bajó del edificio agarrada fuertemente de la
mano derecha de su madre mientras que con la izquierda sujetaba su peluche
favorito que había conseguido llevarse consigo a pesar de la rapidez con que
salieron de casa. Ella, junto con los demás vecinos, se dirigieron a la aún
conocida como plaza Pombo, donde gran parte de la población que residía en
Santander se encontraba intentando pasar la noche de la forma más segura
posible.
Rosa, desde aquel momento en el que se acomodaron
en la plaza, supo que poco sería lo que dormiría. La niña no lo entendería en
ese momento pero Filo, cada cierto tiempo, asomaba a su hija fuera de la plaza
donde eran ya visibles las llamas para que la pequeña pudiera ver cómo ardía
Santander en una noche tan triste de febrero. Estas imágenes se guardaron desde
aquel momento y para siempre en la memoria de Rosa.
Había pasado la peor parte del incendio y ya sólo
quedaban pequeños rescoldos. La ciudad se había destruido prácticamente entera
y mucha gente había perdido sus casas e, incluso, sus trabajos. Había mucho
barullo y se respiraba un ambiente decaído. Filo y Rosa tuvieron que acudir a
su iglesia por la simple razón de que el fuego había calcinado la mayoría de
los documentos donde se testificaba que un niño o niña habían sido bautizados,
entre ellos el suyo. No tuvo mayor misterio que rellenar unos cuantos papeles
en la Iglesia de la Compañía y todo fue solucionado.
Unos cuantos años más tarde, Rosa ya era una
adolescente (alrededor de 15 años) cuando su padre Pedro falleció. Después de
este hecho tan triste Filo por fin pudo ponerle pendientes a Rosa, algo que
ambas deseaban desde hacía tiempo. Por aquel entonces, todos los residentes del
edificio y muchos vecinos llamaban a una señora que, aparte de ser costurera,
se ganaba la vida haciendo pequeños trabajos como masajes, curas… En este caso,
ella fue la culpable de aquellos agujeros taladrados en las orejas de Rosa.
Termino esta historia contándoos cómo Rosa conoció,
ya madura, al que sería el amor de su vida. Era día de fiesta y, como la
mayoría de jóvenes, Rosa y Eugenio salieron de fiesta por una de las calles más
céntricas y repletas de bares de la ciudad. Cada uno por su cuenta, disfrutaban
del buen ambiente con sus respectivos amigos cuando coincidieron por accidente
en un bar en el que Eugenio tropezó sin querer la copa de nuestra querida Rosa,
quien cayó rendidamente enamorada de él.
“Siempre a
tu lado”, por Carmen Blanco
Una noche cálida de agosto de 1958, nadie dormía en
el centro de Torrelavega, ya que en las calles se escuchaba una música de vals
procedente del Casino. Esa noche se celebraba la gran fiesta del fin del
verano; dentro de unos días todo el mundo que se encontraba de vacaciones
volvería a su vida rutinaria. Esto lo estaba pensando María mientras bailaba
con José, el marido de su amiga, que le había pedido ser su pareja en esa
pieza; para su desgracia su compañero de baile
era demasiado alto, lo cual resultaba bastante incómodo aunque este inconveniente lo compensaba su destreza
al bailar.
Al tiempo que bailaban, ella se encontraba
pensativa, pero de repente vio unos ojos que jamás olvidaría, eran los más
bonitos que había visto en su vida, se trataba de unos ojos tan azules que
igualaban al color del mar y lograron que todas sus preocupaciones se
esfumaran. Seguía bailando pero lo único en que podía pensar era en buscarlos.
Repentinamente la música acabó, y volvió en sí. Como de costumbre, todo el
mundo aplaudió y al salir de la pista se puso a hablar con su amiga y su marido
mientras, cautelosamente, intentaba buscar al propietario de dichos ojos tan
embaucadores. De repente, el marido de su amiga levantó la mano saludando y al girar
la cabeza en esa dirección estaba él.
Cuando el desconocido llegó al sitio donde se
encontraban, sus miradas se cruzaron y rápidamente su amiga los presentó. Se
llamaba Pedro y era coronel como José. En ese instante apareció Sandra, una
chica esbelta, guapa, con aires de
adinerada y, ¡Cómo no!, compañera suya de piso. Ella se pegó a Pedro y aunque
le sacaba unos centímetros se cogieron del brazo, pero él no dejaba de mirar a
María, lo que no evitó que todas las ilusiones que había puesto María en
conseguir que Pedro bailara con ella se esfumaran. ¿Cómo podía haber sido tan
tonta de no haberse percatado que aquel chico era el nuevo pretendiente del que
Sandra le había hablado?
José, al darse cuenta de la desilusión de su amiga,
le ofreció a la pareja de su compañero un baile, poniendo de excusa que su altura era más apropiada, dando la
oportunidad a Pedro de poder bailar con María. Al aceptar todos, aunque unos
más entusiasmados que otros, José cogió de la mano a Sandra y la sacó a la
pista. Entre tanto, Pedro se acercó al oído de la muchacha y le pregunto
suavemente si quería bailar con él a la vez que le llevaba de la mano en
dirección a la zona de baile. Se pusieron a bailar sin dejar de mirarse a los ojos, casi no
necesitaban hablar. Baile tras baile fueron conociéndose un poco más, y al
quinto baile Sandra se acercó con aire resuelto hacia ellos diciéndole al chico
que ella se quería marchar ya, preguntándole si la acompañaba a casa. Él
asintió galantemente pero le pidió un minuto para despedirse.
Mientras le decía adiós a María, le comentó que le
encantaría seguir en contacto con ella y poder escribirle ya que vivía a unas
tres horas de allí. Ella aceptó encantada y se dieron sus respectivos teléfonos
y direcciones, a continuación él se fue.
Unos días más tarde, María recibió su primera carta
y ese fue el comienzo de un tiempo en el cual a cada uno de ellos le tocaba
esperar nerviosamente a recibir la carta del otro. Un día, en una carta, María
le comentó que se iba a Francia de vacaciones, pero que cuando volviese el autobús haría un descanso cerca de San
Sebastián. Debajo de la carta le anotó la fecha y hora de dicha parada, con lo
que le faltó tiempo al joven para buscar el modo de poder ir a verla ese día.
Aunque el tiempo discurría mucho más lento de lo
que a ellos les gustaría, el viaje fue muy
bonito y el día previsto para volver a estar juntos llegó.
Cuando el autobús hizo su parada en el punto de
descanso, María bajó rápidamente pero no vio a nadie. Estuvo esperando 5
minutos decepcionada pensando que no vendría. De repente a lo lejos divisó una
Vespa acercándose. ¡Era Pedro!
Llegó con una
sonrisa y tras los saludos de rigor le ofreció, si había tiempo para ello,
llevarle a dar una vuelta para enseñarle aquella zona. Ella remolona (ya que en
ese viaje iba con amigas y no quería pensar lo que hablarían de ese tema) se lo
pensó, pero de repente un amigo le dijo: “Si no te subes tú a esa moto, me subo
yo”, lo que hizo que María se subiese rápidamente y agarrándose a la cintura
del muchacho se fuera a conocer San Sebastián. Ese día fue el comienzo de una
historia de amor que ha perdurado casi 60 años y los que quedan.
"Yo siempre digo la verdad", por Carmen Vega
Este relato es uno de los muchos y entretenidos sucesos
que mi abuela paterna nos cuenta a mi hermana y a mí con mucha frecuencia. Es
una forma de acercarnos a su juventud, a su pueblo, a la familia y a la vida de
mediados del siglo pasado y siempre son una lección de vida, como ella dice. Con sus historias mi abuela siempre nos insiste en el respeto a los demás, la ayuda al débil, ser justos y,
en este caso que os voy a contar, ser sinceros.
Los hechos los podemos situar allá por el curso de
1954-55, en un pueblo al norte de Castilla. Ese fue un invierno frío y para
caldear la clase a la que acudían unos treinta y tantos alumnos de distintas
edades, había que encender la estufa. Era una vieja estufa de hierro que había
que llenar de leña y carbón. La tarea de encender la estufa iba rotando entre
los alumnos. Esa mañana la estufa la tenía que encender Puri, una niña que
vivía bastante cerca de la escuela pero que aun así tuvo que madrugar ya que la
clase debía estar caldeada para cuando el resto de alumnos llegase. No era una
tarea fácil para una niña pero debemos situarnos en esa época en la que los
niños, a pesar de tener 8 o 10 años, ya se encargaban de realizar muchas de las
tareas domésticas.
Una hora antes de comenzar la clase, Puri abrió la
escuela y fue llenando la estufa primero con leña, que los vecinos habían
amontonado en una de las paredes de la escuela, en un callejón que formaba con
la casa de al lado, y después con algo de carbón que había en un saco, en un
pequeño cuarto debajo de la escalera. Tras encender, con un papel y una
cerilla, la leña y el carbón se sentó un rato en su pupitre de madera a esperar
a que el resto de alumnos llegase.
A los pocos minutos comenzó el trajín de niños
entrando en la clase, los chillidos, las risas y las carreras de un lado a
otro. Al llegar la profesora el ruido fue desapareciendo y apareció, poco a
poco, el orden. Los alumnos se fueron colocando al lado de la silla, de pie, y
una vez que la profesora dejó sus libros en la mesa, y se puso de pie frente a
ellos, comenzaron a cantar, todos juntos, el himno de España. Esto era lo
habitual en todas las escuelas tras la Guerra Civil Española, en el año 1939.
Una vez que cantaron el himno, la profesora
escribió con la tiza, en la esquina superior izquierda de la pizarra, la fecha:
22 de enero de 1955.
Puri, como el resto de niños, sacó de su cabás (una
pequeña cartera de cartón) su enciclopedia, su pluma con el punto (así lo
llamaba mi abuela aunque su nombre sería plumilla) y los cuadernos. La tinta
para las plumas no tenían que llevarla porque en los pupitres había un hueco
circular donde estaba el tintero, con la tinta.
Cuando la profesora se disponía a comenzar la
lección que tocaba ese día, una de esas de historia de España que tanto le
gustaba a Puri, levantó la mirada y fijó la vista en la pared donde se situaba
la estufa.
En la pared, justo encima de la estufa, había una
mancha, una enorme mancha de tinta.
La profesora bastante enfadada, al ver la mancha
preguntó a los alumnos:
- ¿Quién de vosotros ha manchado la pared? ¿Quién
ha tirado la tinta?.
A la pregunta todos respondieron repitiendo:
- Yo no, yo no, yo no he sido, ni yo …
Y unos iban mirando a otros.
La profesora entonces fijó su mirada en Puri, una
niña revoltosa, inquieta, y muy activa pero que no debemos confundir con una
niña mala, como muchas veces hacemos. Sus sentimientos eran buenos, así se lo
habían enseñado sus padres desde muy pequeña.
Después de unos segundos, la profesora se acercó a
Puri y dijo:
-Has tenido que ser tú.
A lo que
Puri respondió:
-Yo no he sido señorita.
La profesora insistió:
-Tú fuiste quien encendió la estufa esta mañana y
la primera que entró en la escuela hoy. Ayer no estaba la mancha ahí. Ha tenido
que ser hoy.
La niña de nuevo repitió que ella no había sido. La
profesora insistió en sus razonamientos y dio por seguro que era Puri quien
había tenido que manchar la pared. La niña entonces lloró, lloró de rabia al no
sentirse entendida. Y además era su profesora, su admirada profesora, quien
dudaba de ella.
Puri no había sido. Desconocía quién manchó la
pared, tampoco sabía si fue el día anterior o ese mismo día pero estaba segura
de que ella no había sido.
La profesora se enfadó al ver que la niña no
reconoció el hecho y dijo:
- Como castigo, para mañana vas copiar en el
cuaderno 200 veces la frase: “Tengo que decir la verdad”.
Aquella mañana Puri estuvo todo el día triste y
sobre todo muy enfadada por la injusticia que sentía que estaban haciendo con
ella. Cuando llegó a casa, se dispuso a cumplir con su castigo. Cogió la pluma
y el tintero, abrió el cuaderno y comenzó a escribir, pero no podía escribir lo
que su profesora le había dicho, y comenzó a copiar, una y otra vez: “Yo
siempre digo la verdad”
Era la forma que tenía de defenderse ante una
situación que consideraba injusta, ser acusada de algo que ella no había hecho,
aun arriesgándose a tener un castigo mayor por no obedecer a su profesora.
Al día siguiente, la profesora, desconozco de qué
modo, ya había descubierto quién había manchado la pared. Y tan pronto como
entró en clase se acercó a Puri y le pidió disculpas por no creerla.
"Hija, ya eres mayor", por Leyre Crespo
En el primer año de la posguerra mi abuelo era
pequeño (tenía unos 9 años) y sus padres pensaron que era mejor que se quedase
con los abuelos paternos en un pueblo de Castilla. Su abuelo era un hombre muy
recto y estricto, y en su casa se hacía todo lo que decía. Allí vivían también
algunos de los tíos y tías de mi abuelo, todos mayores que él.
Una noche, cuando estaban sentados a la mesa para
cenar, mi tatarabuelo se dirigió a una de sus hijas:
-Hija, acabas de cumplir 18 años, ya eres mayor.
La joven, avergonzada por las palabras de su padre,
se puso colorada y contestó en un susurro:
-Sí, padre.
Y él le contó lo siguiente:
-Ya estás en edad de casarte. He estado hablando
con el molinero de Congosto, que tiene un hijo muy bien plantao, alto y fuerte, que acaba de venir de la mili, y hemos
decidido celebrar vuestro casamiento esta primavera, ¿para qué esperar más? Va
a venir a verte los domingos por la mañana para que los vayáis conociendo. El
molinero os va a dejar el molino y un terrenito y yo os voy a dar un par de
bueyes.
La chica no se opuso a los deseos de su padre, y al
domingo siguiente, ataviada con sus mejores galas, salió a la puerta de la casa
a esperar a su desconocido prometido.
Fotografía de Andrea Paola Valdez. |
Mi abuelo no pudo resistir la tentación de ver el
encuentro y se asomó por una rendija de la puerta para mirar a su tía y al hijo
del molinero. Este llegó a caballo y se sentó junto a la joven. Ambos
cohibidos, estuvieron un rato hablando del futuro que habían planeado para
ellos y luego cada uno se fue a su casa.
Estas visitas se repitieron varios domingos más y
en la primavera les casaron.
Al poco de este suceso, que se quedó grabado en la
memoria de mi abuelo, él se fue a vivir con sus padres.
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