Desolación. Una brisa errática recorre los parajes
huyendo de la calma atronadora que domina estas tierras. Un lúgubre lamento
sobrevuela las inabarcables llanuras;
reservado, tímido, cauto, acechado por las sombras de la soledad, inunda los
amarillentos campos de un melancólico color rojizo que deambula por la meseta
hasta perderse en el horizonte.
Esta tierra no tiene nada que ocultar: los
prados, los terrenos, las dehesas; todo se muestra sincero, honesto en su
inmensidad. Sin embargo, también emana lánguido un sentimiento de
circunspección: una taciturna oscuridad, a la que la poderosa luz de la
esperanza no puede acceder, socava este paisaje desértico en busca de la nada
más profunda. Reina una fúnebre angustia en las áridas llanuras, un axioma de
decepción se extiende por estos campos asolados por la pena y la discordia.
Aun así, en un aguerrido acto de rebelión, surge la vida
aquí y allá: los campos de trigo emergen de la desolación de estos parajes,
luchando por romper los grilletes que imponen la calma y la resignación. Por
allá, un chopo se levanta recto y potente, afirmando su existencia frente a la
triste letanía que aquí impera. Un río discurre plácido, bondadoso, seguro;
golpea el rostro de la eternidad con sus aguas furiosas, que brotan decididas a
iluminar la densa tierra rojiza. Desafiando el poder de la llanura, ese mar en
calma que hipnotiza los sentidos, se van erigiendo, como olas embravecidas, montes
y colinas, bastiones de la batalla contra el tedio de la meseta. Muy aisladas,
abocadas al fracaso, se elevan como titanes que se enfrentan a una saciedad
asesina.
Con todo, la soledad de estos parajes se consigue
imponer: este cielo azul grisáceo domina las tierras desde una tiranía propia
de quien no tiene nada que perder. La desesperación fulmina la vida. Los álamos, antes fuertes y robustos, han
sido invadidos por un trueno sigiloso de tinte anaranjado y, en un último acto
de libertad, se desprenden de sus hojas para afrontar el huracán de destrucción
que deja el verano a su marcha. Los ríos, anchos y caudalosos, corren sin
ninguna dirección, invadidos por el fuego del desierto; lloran aquella sangre
azulada que se derrama de las venas de esta tierra putrefacta. Los montes,
retales de libertad, discurren inconexos por el sendero de la desilusión. El
silencio ha ganado su personal combate frente a la vida: los pájaros, que antes
piaban clamando contra la incertidumbre, no pueden hacer más que migrar, aquí
solo hay lugar para la soledad, para la triste soledad. Ahora suena la música:
los acordes de Debussy, portadores de aquella fragancia mágica, de un aroma a
fantasía, irradian esta tierra de sueños que se desvanecen. El cielo se cubre de nostalgia. En el horizonte
se destapa la soledad más amenazadora. El olvido se cierne sobre estos parajes.
Hoy todo es desolación en los campos que un día quisieron despertar…
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