Primer
Premio: Relato de Laura Pérez Robledo (4º ESO C)
Clic.
Dirijo mi mirada a la pantalla de la cámara para observar el
resultado.
Perfecto.
Camino alrededor del cuerpo, asegurándome de que no quede
ningún ángulo sin fotografiar. Llevo una hora aquí, capturando todas y cada una
de las esquinas de esta habitación, ahora convertida en la sangrienta escena de
un asesinato. Paige Mulligan murió esta madrugada, se estima que entre las tres
y cuatro de la mañana, y ha sido hallada con heridas de arma blanca por todo el
abdomen. Sin embargo, también presenta síntomas de asfixia.
Con un suspiro, vuelvo la cabeza en dirección a Melissa, mi
compañera, y le dedico un asentimiento. Ella me responde con el mismo gesto y
da permiso para que se lleven el cuerpo.
Me acerco a Melissa y salimos juntas de la suite.
–Hemos llamado a su marido, Arnold Mulligan. Seguramente estará
ya esperando en la central –dice–. Su mejor amiga, Samantha Jones debe hallarse
allí también. Probablemente fue la última persona en verla con vida, ya que
quedaron para tomar unas copas hasta las dos de la mañana, aproximadamente.
–Está bien. Vamos para allá, entonces.
Nos subimos al coche y aprieto con fuerza el volante antes
de arrancar, perdiéndome en mis pensamientos.
–Phoebe, ¿estás bien? –la voz de Melissa llega a mis oídos
sacándome de mi ensoñación.
–Sí. Sí, claro. –respondo quitando la palanca de mano.
Cuando llegamos a la central, me dirijo a la sala de
interrogatorios, donde Arnold Mulligan, el marido de Paige, aguarda.
–¿No crees que deberías hablar primero con la señorita
Jones? Personalmente, considero que puede tener más información. Si quieres
puedo encargarme yo del señor Mulligan –sugiere Melissa colocándose delante de
mí.
Niego decidida.
–Prefiero hacerlo yo misma. Más tarde hablaré con la chica.
Melissa traga saliva y asiente. Sus ojos me miran con
dureza antes de marcharse.
¿Qué demonios le pasa?
Supongo que simplemente le dará rabia no poder llevar el
caso. Tiene menos experiencia que yo y es relativamente nueva, por lo que aún
no se le ha asignado nada verdaderamente grande.
–¡Eh! ¡Melissa! –la llamo– No te preocupes, pronto llegará
tu gran oportunidad. Es solo… prefiero encargarme yo de esto, ¿comprendes?
… Estamos hablando de un asesinato.
Puedo captar un movimiento en su mandíbula antes de que
asienta robóticamente de nuevo y desaparezca. Con un suspiro, prosigo mi
camino.
Me adentro en la sala, donde el señor Mulligan aguarda. Sus
pupilas se encuentran fijas en la mesa situada ante él, y a pesar de que sus
facciones y quietud irradien serenidad, no para de tapear el suelo con el pie
derecho.
–Buenos días, señor Mulligan –el hombre parece notar mi
presencia por primera vez desde que entré en la sala. Sus ojos se abren de par
en par y se relame los labios ansioso. Le extiendo la mano, pero no me devuelve
el saludo.
¿Es en serio?
–Mi nombre es Phoebe Urman –aclaro mi garganta con un leve
carraspeo y aparto la mano–. Como bien sabrá, el cuerp…
–Yo no hice nada. –sus pupilas brillan cuando me mira.
–En ningún momento he insinuado tal cosa, señor –replico
frunciendo el ceño–. Simplemente he venido para hacerle unas preguntas.
–Yo nunca haría algo así… –continúa, ignorando mis
palabras.
–¿Sabe si Paige tenía algún tipo de problema? –pregunto
entrelazando mis dedos y colocándolos sobre la mesa gris.
–No, no que yo supiera… –musita bajando la mirada.
–¿Y entre ustedes? ¿Discutían a menudo? –cuestiono. Las
pupilas de Arnold vuelan a través de la habitación con inquietud– Lo mejor será
que me diga la verdad, señor Mulligan.
–No éramos un matrimonio perfecto, ¿vale? –exclama tras
unos segundos– Peleábamos muy a menudo y yo…
–¿Sí?
–Busqué una salida –reconoce tras coger una bocanada de
aire–. Una amante.
–¿Una amante? –repito, incrédula. No me lo puedo creer.
–Sí –una gota de sudor se desliza pesadamente por su
rostro–. ¿Y sabe qué es lo mejor?
Me muerdo el labio y niego con la cabeza. Arnold, aunque
temeroso, se inclina sobre la mesa, como si fuera a contarme un secreto. Sus
ojos oscuros irradian veneno y tristeza.
–Ella fue quien mató a mi mujer.
Asiento y saco una libreta y un bolígrafo del bolsillo de
mi pantalón. Mi visión se nubla y echo un vistazo a la cámara de la esquina.
Joder…
–¿Puede decirme el nombre de la mujer? –cuestiono
intentando que la voz no me tiemble.
–Sí. –responde casi al instante.
El pánico estalla en mi interior. Se supone… Se
supone…
–Phoebe Urman. –mi nombre sale de sus labios en forma de
suspiro.
Se supone que estábamos juntos en esto.
Soltando un alarido me levanto y saco mi arma, apuntándole
con ella.
–Eres un hijo de puta –escupo–. Pensé que teníamos un
trato.
Las lágrimas se deslizan por mi mejilla como cascadas y el
vivo recuerdo del cuerpo inerte de Paige a mis pies, el recuerdo de la sangre cubriendo
mis manos y mi ropa, quema mi mente como un ardiente fuego.
Antes de que Arnold pueda responder, Melissa se adentra en
la sala con el arma en las manos. Inmediatamente apunto en su dirección.
–Sospechaba que estabas metida en cosas extrañas, Phoebe,
pero nunca pensé que fueras capaz de algo así. –pronuncia con asco.
Emito una corta y desquiciada carcajada. El sudor comienza
a manchar mi cuerpo y al ver que no hay más policías que ella en la entrada,
decido que esta es mi única oportunidad. Es poco probable que sea capaz de
escapar de aquí, pero tengo que intentarlo. No pienso pasar el resto de mis
días entre rejas.
Pero supongo que el destino funciona de manera complicada e
interesante, entrelazando las vidas de la gente de la forma menos conveniente.
La única certeza que tengo antes de que todo se vuelva negro, es que Melissa ha
apretado el gatillo al mismo tiempo que yo.
Segundo
Premio: Relato de Paula Ibáñez (2º Bachillerato A)
AL
CAER LA NOCHE
El
día que murieron no quedó más que el tortuoso recuerdo de lo que pudieron ser y
no fueron; no quedó más que la falsa esperanza que les susurraba al oído, muy
bajito, que todo saldría bien, aunque jamás fuera a ser así. No quedó más que
la ley del más fuerte, la desgracia, el dolor que supone la supervivencia, y
las sombras que habían transformado el planeta en lo que ahora era: restos de
un intento fallido que iba a peor con el paso del tiempo.
El día en el que todos
se escondieron en la noche, cada uno de ellos, tanto las pobres almas que
quedaron en tierra como las que no, fallecieron, se esfumaron y se volvieron
polvo. Una parte de los supervivientes murió aquel día. Muertos, para renacer
entre las cenizas de lo que alguna vez fueron sus vidas.
Su libertad se vio
cruelmente truncada por sus mayores miedos, se vieron arrastrados
inevitablemente hacia la desgracia, y los condenaron, sin compasión, a
arrastrar sus heridas por el suelo de forma permanente, cada día de su corta
vida.
Aparentemente, los
humanos parecían haber perdido todo como castigo por cada uno de los pecados
cometidos desde siglos atrás… ¿Dónde se encontraba ese Dios misericordioso y
compasivo?
Habían sido abandonados
a su suerte...y su destino no era muy diferente a los que habían muerto en el
inicio de la invasión.
Milo Webster había escuchado
decir en una ocasión al Viejo Lobo, que debían de agradecer por estar ahí, con
dos dedos de frente y los pies en la tierra, y no ser uno de esos sacos de
huesos que decoraban la noche. Milo sabía que si sus pasos se detenían quedaría
atrapado en su pasado, en toda la desgracia que había consumido prontamente su
vida, y que por lo tanto sería más fácil llegar a su fin de forma lenta y
tortuosa...Y, por otro lado, si continuaba luchando y caminando, seguiría
adentrándose cada vez más en el camino hacia el matadero, a una muerte
terrible. Y es que su existencia podía acabar dentro de dos pasos, dentro de
cincuenta, o quizás nunca.
La incertidumbre siempre
fue peor que la muerte.
Entonces, ¿Por qué debía
de agradecer? Su supervivencia en aquella cruel realidad era como estar
totalmente muerto en vida.
Lo sentía cada segundo
del día: cuando luchaba por un pedazo de pan que llevarse a la boca, cuando aún
sonaban en su cabeza los lamentos de aquellos que quería, cuando el miedo no le
daba tregua ni en sus mejores sueños...Lo sentía en lo más profundo de su ser:
los envidiaba. Envidiaba a los que habían muerto por el mero hecho de haber
fallecido. Ellos no habían tenido que luchar, o al menos no tanto como Milo.
Hizo una mueca, «Estoy
acabado» pensó con tristeza.
—Te has dado por
vencido. —le reprochó Alicia Zenyabi, al leer la melancolía en su expresión.
—Darse por vencido es como servirte en bandeja y dejar que te hagan pedazos.
Suspiró.
El grado de
desesperación era tal, que sobrevivir se había vuelto una condena, se habían
vuelto errantes a la espera de un futuro fatal que podía volverse un presente
sin siquiera verlo venir.
No se atrevió a
responder, de todas formas, tenía mucho que pensar, pero poco que decir. Quizás
ese era uno de sus principales problemas: solo sabía callar y sobrevivir, no
compartía su pérdida con el resto y esperaba a estar solo para mostrar cuán desgraciado
estaba realmente. El desenlace era previsible: acabaría explotando.
—Genial. Vamos,
lárgate. —espetó la muchacha con dureza. Él se limitó a observar las vistas con
seriedad, mientras el cálido viento del desierto removía suavemente su cabello
y resecaba más su piel.
Habían acampado en el
sur de California, en el Desierto de Mojave. Sus tiendas de campaña habían sido
levantadas junto a unos cañones, sobre el páramo seco y dorado repleto de
yuccas y otra vegetación propia del clima árido. Hacía un calor infernal, pero
era el lugar más seguro que habían encontrado. Tan vacío que no había ni un
alma, y eso era literalmente lo que buscaban.
Milo se había visto
sobrepasado por la situación y había tenido que alejarse, no estaba muy lejos,
sin embargo - por precaución -, podía ver desde el desnivel sobre el que estaba
sentado las tres tiendas de campaña y la fogata que habían encendido; a unos
veinte metros de distancia.
Pero necesitaba espacio.
Una vez más se habían visto obligados a huir del pasaje “seguro” en el que se
había instalado a las afueras de California, y una vez más habían perdido a
gente en el camino. Cada vez eran menos supervivientes en su grupo, y eso era
totalmente desalentador, ¿Y si terminaba por quedarse solo, que sucedería?
«Estoy acabado» pensó una vez más, mientras miraba sin ver
el paisaje yermo que se extendía frente a sus ojos.
Comenzaba a anochecer, y
por primera vez admitió sentir el miedo inundar cada palmo de su piel
bronceada.
—Vamos, al fin y al
cabo, no serás ni el primero ni el último. —continuó hablando. En su voz sonaba
la misma desesperación que sentía el corazón de Milo. —Al fin y al cabo, todos
moriremos, ¿No es cierto?
«Te has vuelto un
artista romántico.» le hubiera dicho su hermana Beatrice Webster; la primera en caer en
desgracia, ¿Pero sería capaz de elegir su propia muerte y no esperar a que ella
sola le alcanzara...tal como Larra y Ganivet? Recordó de pronto una frase de
Rousseau: “Cuando la vida es un mal para uno y no es un bien para nadie,
está permitido librarse de ella”.
¿Sería capaz de
marcharse?
MODALIDAD
DE POESÍA
Segundo
Premio: Francisco Matorras
"Elegía a Stephen Hawking"
Las piernas fallan, la mente no para,
por un ordenador puedes hablar.
Ya más no nos podrás impresionar
por culpa de esa enfermedad tan rara.
Que no sobresalías por tu cara,
mas por tu forma de pensar.
Pero solo te queda descansar,
aunque ojalá más tiempo te quedara.
Ejemplo de superación con creces,
con tesón y esfuerzo tanto lograste,
porque todo lo bueno te mereces.
Tras tanto trabajo no te cansaste
aun habiendo fallado varias veces,
y por eso, lo sabes, tú ganaste.
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