lunes, 19 de octubre de 2015

El anciano y el joven


por Rubén Sáinz (antiguo alumno del centro)

Se despertó el joven en lo más salvaje que nunca había visto. Alzó su mirada asustado y vio frente a él, de pie, magistral aunque inclinado por los años, un anciano que reposaba su cuerpo sobre sus piernas y un bastón. Lo miraba con un rostro inmaculado y un tanto serio.

El joven se incorporó aprisa, y mirando a su alrededor, ahogado en su jadear, agitaba la cabeza de un lado para otro, buscando cerciorarse de todo lo que bailaba libre y sin orden fuera de él. Y a pesar de sus esfuerzos por organizar en su cabeza confusa por el recién despertar todo aquello que sus ojos registraban tosca y vagamente, en absoluto lograba tal cosa.

“—Lo natural es que me uses a mí, pues sin duda yo ya sé bien lo que debes hacer —dijo el anciano.”

El joven, aunque escuchándolo, contempló por última vez lo fatal de lo exterior, y observó  personas que, como él, aunque totalmente ciegas, deambulaban casi moribundas en completa y miserable agonía,  y entre lamentos penosamente intentaban entender, lo que tenían alrededor.


Pensó que tal tarea verdaderamente debería ser una locura, y no dudó en acercarse y someterse al mandato de aquel anciano. 

“—Al contrario de ti, ellos decidieron enfrentar lo inafrontable —dijo el anciano.”

Entonces marcharon el joven y el viejo y por nueve meses explorarían aquel terreno montaraz y, a cada lugar al que estos llegaran, el viejo le daría a probar al joven un pequeño pedazo de aquello que visitaran. Si bien cuando llegaban a una cascada excelente de aguas sublimes, el viejo, inclinándose, recogería en su mano un poco del agua encharcada lejos de la cascada y la daría a probar al joven diciendo: “—Esto es todo en cuanto en verdad es, y todo lo que en verdad debes conocer, pues ante tal apariencia magnífica no hay nada más sustancial que lo que yo te entrego.”

Al comienzo de la travesía, el joven mostraba verdadero entusiasmo por esta, mostrando no solo admiración por los tesoros que el viejo le descubría, sino también por lo que acontecía durante la travesía hasta que llegaban a ellos. Pero el paso del viejo era rápido, y así, y viendo que no podía pararse a atender nada de lo que veía en el camino, poco a poco el joven fue cerrando los ojos y finalmente quedándose ciego, y abriéndolos, fingiendo ser vidente únicamente cuando el viejo se dirigía a él para descubrirle nuevos tesoros.

Concluyeron los nueve meses y el anciano tuvo que despedirse del joven.

“—Ya sabes todo cuanto yo sé. Ahora he de marchar —dijo.”

“— ¡Espera! ¿No ves, pues, que estoy ciego? ¿Cómo viviré ahora? –preguntó el joven.”

“— En verdad todos pretendéis igual. Decidís siempre usar a quien ya conoce antes que luchar vosotros mismos contra el devenir. Pretendéis verdaderamente conocer aquella cascada magnífica tan solo probando su agua encharcada, como si el agua que fluye fuera el agua muerta en el charco. Más aún e insolente, pretendéis dormir y despertar oportunamente, esperando recibir los tesoros que en verdad  son lo pequeño de lo magistral. Lo pequeño tiene significado para quien ya aconteció lo magnífico, pero no para quien en su cabeza está vacío de todo lo grande y libre. Por último, me preguntas cómo vivirás ciego, y yo te respondo que hasta ahora siempre has vivido ciego. El problema del ciego es que debe ser dirigido y yo, ahora, me he de marchar. Parece entonces que deberás morir. Morir como aquellos que, cuando viniste, deambulaban y agonizaban en su propia ignorancia porque ellos, al igual que tú, quisieron conocer lo pequeño sin haberse enfrentado al monstruo salvaje y genial —concluyó el viejo.

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